La frialdad de la muerte
No comprendo la razón, pues hay cosas que no creo, por la que fui a visitar a un lugar donde atendía, la que se decía médium. Debía estar invadido de soledad y pesares, buscando paz y consuelo donde confunden verdades, que casi siempre terminan enredando realidades.
Llamé golpeando la aldaba de la puerta antigua y gruesa, saliéndome a recibir una señora mayor con pinta de bruja vieja, que preguntó que deseaba y luego me hizo pasar, cuando con temor le dije:
“Deseo dilucidar de forma clara y concreta, cuando será mi final… pues ya no siento deseos de proseguir una vida en este mundo de mierda”.
Entramos a una pequeña habitación casi en plena oscuridad, ya que solo un par de velas daban luminosidad y quedamos frente a frente, sentados ante una mesa; un ámbito tenebroso, que casi me hace escapar de la tensa situación que había ido a buscar.
Me solicitó quietud, para poder afrontar su difícil puesta en trance, pues las ánimas penetran en nuestra dimensión solamente en el silencio. Mantuve inmovilidad con la mirada en su rostro, hasta observar que sus rasgos cambiaban y sus ojos adquirían una tonalidad blanca… mientras un cálido viento levantaba las cortinas y los cirios oscilaban.
Atornillado a la silla, me esforcé por no escapar; con la vacilante mente despojada de la duda sobre la actual realidad, hasta que sentí su voz viniendo de lo profundo, diciendo:
“Sólo tres días te quedan en este sitio mundano, hasta que la misma muerte venga a guiarte de la mano”.
La sesión salió más cara que haber comprado un lechón, pero lo pagué con gusto al conocer su visión. Ahora sabía bien que no me quedaba mucho y que debía esperar tan sólo unas pocas horas, para irme de este mundo.
Al arribar a mi casa me tiré sobre la cama, pero no pude dormir con la inquietud de mi alma, pues ahora conociendo lo poco que me quedaba, comencé a reconocer, que no deseaba perder la existencia de una forma tan temprana.
Sopesé todas las formas, para lograr convencer que la parca pospusiera mi desaparición; pensé en un diálogo amable que dejando de lado la emoción, pudiera tener un fin con otra clase de opción, que pospusiera en el tiempo dicha determinación.
Luego me levanté y disfruté de los últimos mates en los pocos días que restaban, elucubrando que hacer para intentar zafar de un destino definido, pero no se me ocurría forma alguna, para evitar la muerte que ayer ansiaba y hoy veía prematura.
Los días volaron y la respuesta no llegaba, así que resignado sólo quedaba esperar el momento más temido, que me transformaría en ánima sobrevolando la tierra que no quería dejar.
Y la noche del día indicado, entrando el atardecer, sentí golpes en la entrada y me encontré frente a ella, tal como la imaginaba vestía una larga túnica que le tapaba los pies, con su cabeza cubierta con la negra capucha que escondía oscuridad, sintiendo que me decía con voz seca y terminante:
“He llegado en el justo instante, no me puedo retrasar; debes de venir conmigo pues se ha terminado el tiempo y te debo de llevar”.
La miré ya sin temor, ante una situación imposible de evitar, pero igual, sin esperanza… mirándola fijamente le dije con suave voz:
“Antes de partir contigo te debo identificar, puede ser algún vecino o algún amigo bromista que me ha venido a asustar; por eso de buena forma te pido que bajes la capucha, deseo observar el rostro de quien me viene a buscar”.
Por un rato quedó inmóvil sorprendida por mis dichos, pero luego lentamente vi que sus brazos subían y bajando la cubierta, mostraban la calavera con las cuencas profundas de sus ojos vacíos mostrando toda su negrura.
Nunca me sentí cobarde, pero aun con mi bravura no me podría salvar, pues a los huesos ya muertos no se los puede matar y me entregué sin remedio; pero antes de marchar hice un último pedido:
“Por favor no quiero irme desperdiciando la yerba al precio que ahora está, recién he aprontado el mate; espera una media hora antes de hacer tu trabajo y acompáñame a mi mesa que lo quiero terminar”.
Comprendí que lo aceptaba, al mirar se sentaba a mi frente; sobre un cómodo almohadón que no se hundió por su peso, lo que me hizo comprender lo liviano de sus huesos. Luego ya más animado me animé a cebarle mate, lo que aceptó con agrado; aunque observé que en el piso se comenzaba a formar un pequeño charco de agua, pues el verde atravesaba su cuerpo como si nada.
Entonces al poco tiempo, confesó que su tarea la tenía muy cansada y en mi caso además, el camino era más largo, pues tenía que llevarme directamente al infierno. Ante dicha afirmación le confesé que era justo y no me molestaría, pues nunca me habían gustado las heladas del invierno.
Luego levantándome y acercándome a su lado le di un cariñoso beso en una boca sin labios, que respondió sorprendida ante mi gesto inusual, diciendo que hacía siglos no sentía nada igual.
Aprovechando el momento le hice un último pedido:
“Todavía no puedo creer que al estar en el averno, tu túnica no se queme y se evaporen tus huesos” y destapando mi termo proseguí dándole letra… abriendo el termo ya seco rogándole me mostrara como aguantaba el calor, entrando en el recipiente como último favor. La negra boca se abrió en una mueca macabra y complaciente, convirtiendo su imagen en volutas de humo negro, entrando en el interior con suma facilidad.
Creo que nunca en mi larga existencia había tenido tal rapidez, rosqué la tapa conociendo su hermetismo y casi en el mismo instante abrí la heladera nueva, colocándolo en el fondo del mismo congelador.
En la hora inevitable para todos los humanos, que había podido pasar, sentí que el orgullo por mi astucia me invadía, mis ojos derramaron lágrimas de felicidad y sólo el transcurso del tiempo, pudo hacerme comprender lo equivocado que estaba y los problemas que la ausencia de la muerte me traería.
Pasaron casi diez años en los cuales fui feliz, pero comencé a informarme de todo cuanto ocurría. En el mundo las guerras continuaban, pero los soldados ya no morían, los enfermos terminales se recuperaban y la población de la tierra aumentaba sin cesar, con 40 millones de personas cada año que habrían debido irse y por aquí se mantenían, aumentando cada hora el dilema que el mundo tenía.
Los conflictos que surgían por espacio y alimento crecían sin freno alguno con la parca inexistente, llegando confrontaciones y luchas a niveles de volatilidad que hacían peligrar el planeta que compartía… pero solamente yo sabía lo que realmente ocurría.
Pero los hechos deben de pegarnos en la frente para tomar decisiones, pues los seres humanos en general, siempre desechamos los hechos y abrazamos ilusiones.
Y en el pueblo sucedió un accidente notable, que logró que decidiera algo que era inevitable. El carnicero vecino con la eléctrica sin fin encendida, tuvo un fatal accidente que a todos nos asombró; resbaló frente a la sierra y ésta lo dividió, partiéndolo justo al medio de la cabeza a cintura, donde su querida esposa (de profesión costurera) al rato lo descubrió.
La mujer sin molestarse por llamar al cirujano (más bien al enterrador), se pasó toda la noche uniéndolo nuevamente con preciso punto cruz y a la mañana siguiente, pude verlo tomando mate en su silla casi sin dificultad, con un precioso bordado que lo hacía diferente. Aunque todos lo miraban como a un desconocido, pues aún con su lengua sin cicatrizar, emitía ruidos raros costándole mucho hablar.
Fue entonces que decidí que mi genial decisión, ponía en peligro a todos trayendo el apocalipsis y que sólo si partía en algo lo arreglaría. Asimismo, demoraba en soltar la prisionera que llevaría mi vida, teniendo que soportar un enojo que habría aumentado en diez años aburrida. Hasta que decidí que liberarla era un hecho inevitable, antes de que desapareciera la hermosa tierra que hasta ahora subsistía, abarrotada de gente que debía morir y no moría.
Me dirigí a la heladera todavía algo indeciso, pero encontré voluntad para hacer lo irreversible, abrí la puerta y saqué el termo blanco de escarcha, desenroscando su tapa y sentándome a la espera, con el peso insoportable de mi propia conciencia, hasta ver que la negrura invadía la cocina y su figura virtual adquiría consistencia.
Pensé que iba a sentir algo de miedo, pero ni siquiera su presencia me asustó; me levanté de la silla, besé su boca de nuevo y la estreché en un abrazo temblando de la emoción, escuchando me decía:
“Ni siquiera estoy molesta, reconozco tus motivos y perdono tus acciones, pues desde el mismo principio nunca he podido descansar.
Eres el único humano que me ha logrado engañar… cuando a través de la historia tantos lo han intentado, no pudiéndolo lograr. Pese a ello he perdido mucho tiempo, debiendo recuperar el trabajo acumulado por la década de vacaciones plácida, tranquila y duradera que he pasado dentro de tu heladera”.
Entonces se me acercó envolviéndome en su túnica y sin las recriminaciones que había supuesto escuchar… me llevó en un largo vuelo dejándome en el averno, donde hace más de diez años hubiera debido estar.
Llamé golpeando la aldaba de la puerta antigua y gruesa, saliéndome a recibir una señora mayor con pinta de bruja vieja, que preguntó que deseaba y luego me hizo pasar, cuando con temor le dije:
“Deseo dilucidar de forma clara y concreta, cuando será mi final… pues ya no siento deseos de proseguir una vida en este mundo de mierda”.
Entramos a una pequeña habitación casi en plena oscuridad, ya que solo un par de velas daban luminosidad y quedamos frente a frente, sentados ante una mesa; un ámbito tenebroso, que casi me hace escapar de la tensa situación que había ido a buscar.
Me solicitó quietud, para poder afrontar su difícil puesta en trance, pues las ánimas penetran en nuestra dimensión solamente en el silencio. Mantuve inmovilidad con la mirada en su rostro, hasta observar que sus rasgos cambiaban y sus ojos adquirían una tonalidad blanca… mientras un cálido viento levantaba las cortinas y los cirios oscilaban.
Atornillado a la silla, me esforcé por no escapar; con la vacilante mente despojada de la duda sobre la actual realidad, hasta que sentí su voz viniendo de lo profundo, diciendo:
“Sólo tres días te quedan en este sitio mundano, hasta que la misma muerte venga a guiarte de la mano”.
La sesión salió más cara que haber comprado un lechón, pero lo pagué con gusto al conocer su visión. Ahora sabía bien que no me quedaba mucho y que debía esperar tan sólo unas pocas horas, para irme de este mundo.
Al arribar a mi casa me tiré sobre la cama, pero no pude dormir con la inquietud de mi alma, pues ahora conociendo lo poco que me quedaba, comencé a reconocer, que no deseaba perder la existencia de una forma tan temprana.
Sopesé todas las formas, para lograr convencer que la parca pospusiera mi desaparición; pensé en un diálogo amable que dejando de lado la emoción, pudiera tener un fin con otra clase de opción, que pospusiera en el tiempo dicha determinación.
Luego me levanté y disfruté de los últimos mates en los pocos días que restaban, elucubrando que hacer para intentar zafar de un destino definido, pero no se me ocurría forma alguna, para evitar la muerte que ayer ansiaba y hoy veía prematura.
Los días volaron y la respuesta no llegaba, así que resignado sólo quedaba esperar el momento más temido, que me transformaría en ánima sobrevolando la tierra que no quería dejar.
Y la noche del día indicado, entrando el atardecer, sentí golpes en la entrada y me encontré frente a ella, tal como la imaginaba vestía una larga túnica que le tapaba los pies, con su cabeza cubierta con la negra capucha que escondía oscuridad, sintiendo que me decía con voz seca y terminante:
“He llegado en el justo instante, no me puedo retrasar; debes de venir conmigo pues se ha terminado el tiempo y te debo de llevar”.
La miré ya sin temor, ante una situación imposible de evitar, pero igual, sin esperanza… mirándola fijamente le dije con suave voz:
“Antes de partir contigo te debo identificar, puede ser algún vecino o algún amigo bromista que me ha venido a asustar; por eso de buena forma te pido que bajes la capucha, deseo observar el rostro de quien me viene a buscar”.
Por un rato quedó inmóvil sorprendida por mis dichos, pero luego lentamente vi que sus brazos subían y bajando la cubierta, mostraban la calavera con las cuencas profundas de sus ojos vacíos mostrando toda su negrura.
Nunca me sentí cobarde, pero aun con mi bravura no me podría salvar, pues a los huesos ya muertos no se los puede matar y me entregué sin remedio; pero antes de marchar hice un último pedido:
“Por favor no quiero irme desperdiciando la yerba al precio que ahora está, recién he aprontado el mate; espera una media hora antes de hacer tu trabajo y acompáñame a mi mesa que lo quiero terminar”.
Comprendí que lo aceptaba, al mirar se sentaba a mi frente; sobre un cómodo almohadón que no se hundió por su peso, lo que me hizo comprender lo liviano de sus huesos. Luego ya más animado me animé a cebarle mate, lo que aceptó con agrado; aunque observé que en el piso se comenzaba a formar un pequeño charco de agua, pues el verde atravesaba su cuerpo como si nada.
Entonces al poco tiempo, confesó que su tarea la tenía muy cansada y en mi caso además, el camino era más largo, pues tenía que llevarme directamente al infierno. Ante dicha afirmación le confesé que era justo y no me molestaría, pues nunca me habían gustado las heladas del invierno.
Luego levantándome y acercándome a su lado le di un cariñoso beso en una boca sin labios, que respondió sorprendida ante mi gesto inusual, diciendo que hacía siglos no sentía nada igual.
Aprovechando el momento le hice un último pedido:
“Todavía no puedo creer que al estar en el averno, tu túnica no se queme y se evaporen tus huesos” y destapando mi termo proseguí dándole letra… abriendo el termo ya seco rogándole me mostrara como aguantaba el calor, entrando en el recipiente como último favor. La negra boca se abrió en una mueca macabra y complaciente, convirtiendo su imagen en volutas de humo negro, entrando en el interior con suma facilidad.
Creo que nunca en mi larga existencia había tenido tal rapidez, rosqué la tapa conociendo su hermetismo y casi en el mismo instante abrí la heladera nueva, colocándolo en el fondo del mismo congelador.
En la hora inevitable para todos los humanos, que había podido pasar, sentí que el orgullo por mi astucia me invadía, mis ojos derramaron lágrimas de felicidad y sólo el transcurso del tiempo, pudo hacerme comprender lo equivocado que estaba y los problemas que la ausencia de la muerte me traería.
Pasaron casi diez años en los cuales fui feliz, pero comencé a informarme de todo cuanto ocurría. En el mundo las guerras continuaban, pero los soldados ya no morían, los enfermos terminales se recuperaban y la población de la tierra aumentaba sin cesar, con 40 millones de personas cada año que habrían debido irse y por aquí se mantenían, aumentando cada hora el dilema que el mundo tenía.
Los conflictos que surgían por espacio y alimento crecían sin freno alguno con la parca inexistente, llegando confrontaciones y luchas a niveles de volatilidad que hacían peligrar el planeta que compartía… pero solamente yo sabía lo que realmente ocurría.
Pero los hechos deben de pegarnos en la frente para tomar decisiones, pues los seres humanos en general, siempre desechamos los hechos y abrazamos ilusiones.
Y en el pueblo sucedió un accidente notable, que logró que decidiera algo que era inevitable. El carnicero vecino con la eléctrica sin fin encendida, tuvo un fatal accidente que a todos nos asombró; resbaló frente a la sierra y ésta lo dividió, partiéndolo justo al medio de la cabeza a cintura, donde su querida esposa (de profesión costurera) al rato lo descubrió.
La mujer sin molestarse por llamar al cirujano (más bien al enterrador), se pasó toda la noche uniéndolo nuevamente con preciso punto cruz y a la mañana siguiente, pude verlo tomando mate en su silla casi sin dificultad, con un precioso bordado que lo hacía diferente. Aunque todos lo miraban como a un desconocido, pues aún con su lengua sin cicatrizar, emitía ruidos raros costándole mucho hablar.
Fue entonces que decidí que mi genial decisión, ponía en peligro a todos trayendo el apocalipsis y que sólo si partía en algo lo arreglaría. Asimismo, demoraba en soltar la prisionera que llevaría mi vida, teniendo que soportar un enojo que habría aumentado en diez años aburrida. Hasta que decidí que liberarla era un hecho inevitable, antes de que desapareciera la hermosa tierra que hasta ahora subsistía, abarrotada de gente que debía morir y no moría.
Me dirigí a la heladera todavía algo indeciso, pero encontré voluntad para hacer lo irreversible, abrí la puerta y saqué el termo blanco de escarcha, desenroscando su tapa y sentándome a la espera, con el peso insoportable de mi propia conciencia, hasta ver que la negrura invadía la cocina y su figura virtual adquiría consistencia.
Pensé que iba a sentir algo de miedo, pero ni siquiera su presencia me asustó; me levanté de la silla, besé su boca de nuevo y la estreché en un abrazo temblando de la emoción, escuchando me decía:
“Ni siquiera estoy molesta, reconozco tus motivos y perdono tus acciones, pues desde el mismo principio nunca he podido descansar.
Eres el único humano que me ha logrado engañar… cuando a través de la historia tantos lo han intentado, no pudiéndolo lograr. Pese a ello he perdido mucho tiempo, debiendo recuperar el trabajo acumulado por la década de vacaciones plácida, tranquila y duradera que he pasado dentro de tu heladera”.
Entonces se me acercó envolviéndome en su túnica y sin las recriminaciones que había supuesto escuchar… me llevó en un largo vuelo dejándome en el averno, donde hace más de diez años hubiera debido estar.